Lo primero que se ve son cuerpos, ciñe un blue jean rasgado la escultura de esa teatralidad de macharán. Tejidos rústicos, antes opacos que brillosos, que se adhieren, viscosamente, a una protuberancia que destacan. Hay en esos cuerpos sobreexpuestos toda una escenificación de la rigidez, de la dureza y la rudeza. Su belleza, en los pesados recovecos de la ciudad en tinieblas, parece derivar, antes que del atletismo, de la penuria y del esfuerzo. Esos cuerpos en fila tienen (náusea imprecisa) la fascinación de la sordidez, guardan en su sonrisa cínica la promesa de una aventura cuya intensidad consiga desafiar, para encenderse aún más, todos los riesgos.
En principio, podría hablarse de una suerte de ”continuum” de la prostitución homosexual, que va desde la“femineidad” del travesti hasta la virilidad del “miché”. Sin embargo, considerar separadamente este último en sus relaciones con clientes “homosexuales” (en el sentido convencional del término), amén de fundarse en diferencias marcadas en el plano empírico, permite resaltar una singular circunstancia en la cual lamas–culinidad —“punto oscuro” del discurso sexual, referente a partir del cual se despliegan las especificidades eróticas (Querouil, 1978)— va a ser lanzada al mercado callejero del sexo.
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