En LA MUERTE DE LA TIERRA, la historia se desarrolla en un futuro muy lejano, a cientos de miles de años de nuestra época. La especie humana no ha conquistado el espacio, sino que ha permanecido en nuestro planeta, atrapada quién sabe bajo qué circunstancias. Lo más probable, dado lo temprano de la época de su escritura, es que Ainé no considerara siquiera la posibilidad de viajar a otros mundos, tan en boga en la ciencia-ficción posterior.
La novela muestra un cierto punto de vista que, hoy en día, podríamos llamar ecológico o de concienciación acerca de los problemas a los que nuestra sociedad nos aboca. La Tierra está totalmente agotada, con todos sus recursos desaparecidos tras cientos de miles de años utilización intensiva y anárquica. La atmósfera ha ido escapándose al espacio, descompuesta por las radiaciones solares, y el agua es muy escasa. Sólo unos cuantos oasis sobreviven en lo que se ha convertido en un inmenso desierto, sacudido por continuos movimientos sísmicos, como si el propio planeta quisiera librarse al fin de su molesta carga humana.
Por si esto fuera poco la mayoría de las formas de vida también han desaparecido. Sólo algunos vegetales y una especie de pájaros semiinteligentes comparten el planeta con los últimos supervivientes de la especie humana. Plantas, animales y humanos han sufrido además profundas mutaciones por los efectos climáticos a lo largo de interminables milenios.
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